Los europeos debemos dedicar más tiempo a la reflexión sobre las causas y las consecuencias de nuestro largo sueño estratégico. Durante demasiado tiempo preferimos descansar soñando el “fin de la historia”, endosando a terceros las responsabilidades de nuestra propia seguridad y defensa. Casi olvidamos lo que Pericles entendía como la opción política fundamental: “Descansar o ser libres”.
Nuestro letargo ha durado décadas. Europa optó por la comodidad en detrimento del poder. Renunció al esfuerzo, a la innovación, al riesgo, a todas las condiciones que hacen posible la libertad. Bajo el paraguas militar estadounidense, vivimos acunados por ilusiones: el fin de la historia, la paz perpetua… Estamos viviendo ahora el final de esas ilusiones.

Despertar de nuestro letargo implicará estar dispuestos a pagar el precio por ser libres y, por tanto, dueños de nuestro destino. Dispuestos, por ejemplo, a contestar la escalada comercial norteamericana aplicándonos, más que en proferir reproches, en reparar todo lo que dependa de nosotros. Debemos cambiar nuestro modelo de crecimiento en una dirección muy clara: más libertad, más flexibilidad, menos carga regulatoria, menos obstáculos a la producción y a la inversión.
La defensa es un seguro existencial: cuando no hay ningún problema en el horizonte, es cara; cuando aparece uno, pronto nos damos cuenta de que no tiene precio. Nadie defenderá nuestros intereses en nuestro lugar. Y no solo estamos defendiendo intereses, sino todo lo que apreciamos en Occidente, que no es una firma mercantil, sino una civilización.

Por desgracia, nuestras sociedades no solo se ven amenazadas desde el exterior. En muchos Estados europeos se ha consentido el deterioro institucional jugando a un juego muy peligroso: practicar la competición pacífica en que consiste la democracia sin respetar las premisas no escritas que la hacen posible. En las sociedades modernas, esas premisas implican la combinación de tres disposiciones: primero, respetar las leyes, en particular, la regla constitucional; después, tener opiniones propias, apasionadamente defendidas y por último, no llevar esas pasiones hasta el punto en que desaparezca la posibilidad del acuerdo, es decir, preservar el sentido del compromiso.
En muchas democracias europeas se produce una suerte de paradoja: ciegos para las amenazas exteriores, muchos dirigentes han malversado un gran capital de energía colectiva alimentando pugnas internas por mero cálculo electoral: Divide y vencerás. Por eso no es raro ver a tanto pacifista incondicional yendo a la guerra contra sus compatriotas. En España, sin ir más lejos, el Gobierno usa la política exterior, reducida a consigna, como recurso para escapar de sus responsabilidades domésticas. Llegando al extremo de alentar y aplaudir los disturbios callejeros que alteraron gravemente la Vuelta ciclista a España; solo porque convenía a su nada matizado discurso exterior.
Nunca se habló tanto de “polarización” en Occidente. Porque de polarización solo puede hablarse allí donde hay, en alguna medida, pluralismo político y opinión pública. La polarización política es una enfermedad característicamente democrática. Urge pensar en cómo poner límites al fenómeno, que amenaza tener expresiones crecientemente violentas.
Primero, creo que habría que atacar la polarización yendo a su fuente. Y eso implica, aunque suene paradójico, el fortalecimiento y saneamiento de los partidos políticos. La formación de organizaciones fuertes es esencial para la institucionalización del sistema de partidos.
Probablemente, el cambio institucional por sí solo no sea suficiente; por eso también es importante que los líderes y los medios de comunicación desempeñen un papel pedagógico incentivando la comprensión de la democracia, no como un juego de “suma cero”, sino como terreno plural donde el debate constructivo y el respeto por el otro resultan básicos.
Hemos perdido de vista lo que implica la unidad en una sociedad libre y compleja. A veces imaginamos que bastaría con suprimir nuestros desacuerdos. Es un error. La unidad requiere un trabajo constante hacia una acción común, negociada más allá de las diferencias. No es un estado pacífico de consenso, sino una tensa forma de vida. En una sociedad libre y, por lo tanto, diversa, la unidad no significa pensar igual; la unidad significa actuar juntos. Un sistema constitucional equilibrado debe inducir la competencia y la negociación entre facciones divergentes e impulsarlas hacia la acción común.Ese tipo de acción común no siempre es cordial. Está dirigida a encontrar acomodaciones mutuamente aceptables precisamente reconociendo que no estamos de acuerdo, pero, juntos, pertenecemos a algo que rebasa nuestras divergencias.
El partidismo nunca ha sido más fuerte que hoy, pero las organizaciones de partido –como instituciones– nunca fueron tan débiles, y esto no es una paradoja en absoluto. Lamentablemente, el debilitamiento de los partidos como organizaciones ha llevado a los individuos a unirse en torno a los partidos como marcas, convirtiendo la política en política de identidad. Dicho de otra manera, cuanto más se debilitan los partidos como instituciones, cuyos miembros están unidos por la lealtad a su organización, más se fortalecen como tribus, cuyos miembros están unidos por la hostilidad hacia su enemigo.
Actuar contra la polarización requerirá redescubrir y volver a comprometerse con virtudes como la legalidad y la veracidad, la paciencia y el compromiso. Y eso implica, de parte de quienes vienen llamados a hacerlo, dotes de liderazgo nada comunes. Celebro decir, en un medio como este, que, tanto por sus orientaciones en política exterior como por sus posiciones europeas, la presidenta Meloni me parece un ejemplo claro del tipo de líder que la Europa despierta necesitará para ser libre.